lunes, 12 de julio de 2010

EL AGUJERO



El sol le cegaba los ojos cuando levantaba la cabeza. Así que terminó por desviarlos hacia el suelo, donde descubrió una roca grande que había sobrevivido a los estragos de la excavadora. Sujetándose en ella, se levantó sintiendo un extraño mareo que no le permitía pensar en nada. Dedujo que había sido sedada, de ahí las nauseas y la visión borrosa.


Permaneció un tiempo agarrada con una mano a la piedra y con la otra apoyada en la pared, y cuando se recuperó un poco, examinó el habitáculo que la acorralaba, con sus paredes circulares, como los indios rodean la hoguera. No debía de tener más de tres metros cuadrados y la tierra era seca, áspera y gruesa. Aquí y allá, diseminados por el suelo, había pequeños montículos de arena más fina que habían resbalado entre las viejas fauces metálicas manipuladas desde la cabina. Resultaba aterrador comprobar que se encontraba situada en el final que cerraba aquella especie de tubería, unos seis metros más abajo de la superficie.


El sol había abandonado su cenit y una de las paredes lo tapaba creando una zona en sombra donde se resguardaba. Aún así, el aire era también caliente y se pegaba a su cuerpo como una bolsa de plástico, quemándole la piel y dificultando la respiración. Abandonada a la suerte de los animales salvajes, durante quién sabe cuántos días más, intentaba alejar los malos pensamientos y concentrarse sólo en el método que llevaría a cabo para escapar de aquel agujero.


Era totalmente imposible escalar la altura de los muros con la única ayuda de sus manos y piernas, y llegó a la conclusión de que la otra alternativa que le quedaba le costaría demasiado tiempo y esfuerzo, durante el cual perdería el estado físico y mental que todavía conservaba. Lo que pensó exactamente fue un túnel lo suficientemente estrecho como para caber por él, que poco a poco se iba elevando hacia el exterior. Una gruta artificial que quizás le salvaría la vida.


Empezó a arañar la pared y comprobó que la tierra no era demasiado compacta, que tras incidir en el mismo sitio, la arenisca cedía a la fuerza de sus manos. Al cabo de un rato, empezaba a oscurecer. Sin otra noción de tiempo, se sentó a descansar, y juró en mitad del desierto que cuando saliera se compraría un reloj suizo, pero por el momento tendría que conformarse con esperar a que amaneciera para volver a hacer acopio de todas sus fuerzas y continuar excavando sobre aquella grieta del tamaño de un ratón de campo.


Justo antes de quedarse dormida, pensó en la ayuda de un personaje televisivo que usaba chicles, horquillas y que convertía cualquier utensilio doméstico en arma de vital importancia en la escapada. Llegaron las lágrimas como dos surcos negros en la arena de su cara, pulida por el sudor, hasta que fue derrotada por el sueño.


Amaneció con una sensación de pesadez propia del que ha dormido profundamente y se ha despertado con el alma en vilo. Desubicada, comprobó con horror la certeza de la pesadilla que sonaba hambrienta en sus tripas y desafiando las leyes de la lógica, levantó las piernas hasta apoyarlas contra la pared, elevando también los ojos hacia lo alto para ver con decepción que sobre sus pies seguía extendiéndose la verticalidad del muro. Permaneció en aquella extraña posición, sujetando el peso del cuerpo sobre los brazos y la cabeza, pensando en gitanos, en tribus africanas, en un boomerang en su camino de regreso, en los nidos de las cigüeñas, en un ventilador girando en el techo, en la lavadora de su casa, en una bola de helado... Helado que no dejaría que se derritiera...


Estaba delirando, pero como no se daba cuenta, tampoco se asustó ante la idea de enloquecer. El helado estaba riquísimo. Y le dio las gracias al vendedor del carrito ambulante ¡Gracias! Gritó colocando las manos a ambos lados de la boca, después de desplomarse sobre el suelo. Pero nadie contestó excepto el eco, seco y corto, que desapareció para dejar paso a otro sonido que se acerca: el ruido de unos neumáticos, el peso muerto de un cuerpo arrastrado, la puerta trasera de un coche que se cierra, unos pasos.


El Cartel se había encargado de mantenerla el tiempo suficiente alejada. El motivo era tan simple como que era considerada un objeto utilitario, una pieza más del engranaje que consolida día a día, el sistema de jerarquías de los grupos de narcotráfico. Estaba recuperando la lucidez y rápidamente entendió el alcance de su situación: probablemente se encontraba en algún lugar perdido de Sonora. Se secó el sudor de la frente con las manos y se tapó la boca ella misma, para no gritar.

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