"Un corazón es un corazón" (Mir, Verano 2010)
Un día se me ocurrió un nuevo plan. Consistía en imaginar que nada de lo que existía a mi alrededor era real. Imaginaba así que todo estaba dotado por principio, de una dualidad que más allá de inquietarme, lograba calmarme. Desde entonces, siempre había pensado que, sobre todo, en una gran ciudad, este ejercicio era altamente recomendable. Sin embargo, ahora que me hallaba en una de las ciudades más cosmopolitas y extensas del continente, todas las circunvalaciones de la vida se descubrían ineludiblemente auténticas. La existencia se revelaba contra mi teoría con la contundencia de un bajo de jazz.
Quizás fuera porque ahora que había crecido, había aprendido a saber ver. Recuerdo que cierto día, tiempo atrás, decidí dar un paseo por las afueras de Madrid. Me refiero a la apertura de esos límites urbanísticos que dejan paso al esplendor de la naturaleza. Me detuve junto a un embalse. Entonces me di cuenta de que el paisaje no admitía la veladura del sueño, de la irrealidad que seguiría instalada allí, lejos por el momento, en las calles de la ciudad.
En aquella etapa de mi vida, cada mañana al levantarme, sentía el peso de las obligaciones como un lastre que si quisiera, podría anclarme a las patas de la cama. Como consecuencia, tardaba más de media hora en levantarme. Mi vida era correcta, no había "altos" ni "bajos" pero estaba dominada por el rápido cumplimiento de los deberes que se me atribuían. Tenía entonces diecinueve años. Jamás me salía de los parámetros de la responsabilidad, nunca atravesé la delgada línea que me separaba de lo imprevisible, esa aleatoriedad que hubiera podido derivarse de la ruptura con mis tareas cotidianas. Sin embargo, aquella situación se manifestaba al mismo tiempo, la más circunstancial de las situaciones. Se diría que yo quedaba sepultada bajo su peso. Ninguna lágrima superflua, ninguna risa a destiempo. Hasta que un día me desperté más rápido: mi mejor amiga estaba en el hospital.
Estuvo varios días en coma y nos dimos cuenta de que podía no despertar. Una mañana de domingo, estando su padre junto a ella, Amalia respiró. Volvía con nosotros, los vivos, dejando tras de sí un suspiro que pareció congelar por un instante las paredes de la habitación. Aquel instante de muerte vino a instalarse en la espina dorsal de mi espalda, después de recorrerla de arriba a abajo como un rayo exterminador.
Aquel día, el orden habitual de las cosas también se vino abajo; resultó ser tan incierto como la vida, que podía dejar de latir en cualquier momento. Dejé la carrera de Filología Inglesa y empecé a estudiar Enfermería. Pensé que si conseguía curar el corazón de la gente enferma, podría revertir el curso de los días y aquel antiguo orden de las cosas, volvería.
Los mareos que había experimentado al mirar el paisaje me supieron reconocer, y si la naturaleza se revelaba tan extáticamente bella como incesantemente cambiante, la mía era la viva imagen de la inestabilidad de los truenos que hacían retumbar la paredes de mi cuarto infantil por las noches. Eso fue lo único que permaneció del antiguo orden. El vértigo del paisaje, cierta movilidad causal que no da lugar a una controlada consecuencia. La naturaleza cruel que más allá de lo cognoscible, era pura percepción. Tan solo mis sentidos podían dar rienda suelta a su imaginación, que lejos de la razón que ordena los hechos y los dota de sentido, los hacía aparecer en su lado más siniestro.
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