viernes, 16 de julio de 2010
miércoles, 14 de julio de 2010
EN LAS PRÓXIMAS, NO VOTO
ME SUBE LA BILIRRUBINA
MANIFIESTO CONTRA LA VISITA DE KAGAME A ESPAÑA (UMOYA)
LA ONU PROMUEVE UNA GRAN FARSA
lunes, 12 de julio de 2010
EL AGUJERO
El sol le cegaba los ojos cuando levantaba la cabeza. Así que terminó por desviarlos hacia el suelo, donde descubrió una roca grande que había sobrevivido a los estragos de la excavadora. Sujetándose en ella, se levantó sintiendo un extraño mareo que no le permitía pensar en nada. Dedujo que había sido sedada, de ahí las nauseas y la visión borrosa.
Permaneció un tiempo agarrada con una mano a la piedra y con la otra apoyada en la pared, y cuando se recuperó un poco, examinó el habitáculo que la acorralaba, con sus paredes circulares, como los indios rodean la hoguera. No debía de tener más de tres metros cuadrados y la tierra era seca, áspera y gruesa. Aquí y allá, diseminados por el suelo, había pequeños montículos de arena más fina que habían resbalado entre las viejas fauces metálicas manipuladas desde la cabina. Resultaba aterrador comprobar que se encontraba situada en el final que cerraba aquella especie de tubería, unos seis metros más abajo de la superficie.
El sol había abandonado su cenit y una de las paredes lo tapaba creando una zona en sombra donde se resguardaba. Aún así, el aire era también caliente y se pegaba a su cuerpo como una bolsa de plástico, quemándole la piel y dificultando la respiración. Abandonada a la suerte de los animales salvajes, durante quién sabe cuántos días más, intentaba alejar los malos pensamientos y concentrarse sólo en el método que llevaría a cabo para escapar de aquel agujero.
Era totalmente imposible escalar la altura de los muros con la única ayuda de sus manos y piernas, y llegó a la conclusión de que la otra alternativa que le quedaba le costaría demasiado tiempo y esfuerzo, durante el cual perdería el estado físico y mental que todavía conservaba. Lo que pensó exactamente fue un túnel lo suficientemente estrecho como para caber por él, que poco a poco se iba elevando hacia el exterior. Una gruta artificial que quizás le salvaría la vida.
Empezó a arañar la pared y comprobó que la tierra no era demasiado compacta, que tras incidir en el mismo sitio, la arenisca cedía a la fuerza de sus manos. Al cabo de un rato, empezaba a oscurecer. Sin otra noción de tiempo, se sentó a descansar, y juró en mitad del desierto que cuando saliera se compraría un reloj suizo, pero por el momento tendría que conformarse con esperar a que amaneciera para volver a hacer acopio de todas sus fuerzas y continuar excavando sobre aquella grieta del tamaño de un ratón de campo.
Justo antes de quedarse dormida, pensó en la ayuda de un personaje televisivo que usaba chicles, horquillas y que convertía cualquier utensilio doméstico en arma de vital importancia en la escapada. Llegaron las lágrimas como dos surcos negros en la arena de su cara, pulida por el sudor, hasta que fue derrotada por el sueño.
Amaneció con una sensación de pesadez propia del que ha dormido profundamente y se ha despertado con el alma en vilo. Desubicada, comprobó con horror la certeza de la pesadilla que sonaba hambrienta en sus tripas y desafiando las leyes de la lógica, levantó las piernas hasta apoyarlas contra la pared, elevando también los ojos hacia lo alto para ver con decepción que sobre sus pies seguía extendiéndose la verticalidad del muro. Permaneció en aquella extraña posición, sujetando el peso del cuerpo sobre los brazos y la cabeza, pensando en gitanos, en tribus africanas, en un boomerang en su camino de regreso, en los nidos de las cigüeñas, en un ventilador girando en el techo, en la lavadora de su casa, en una bola de helado... Helado que no dejaría que se derritiera...
Estaba delirando, pero como no se daba cuenta, tampoco se asustó ante la idea de enloquecer. El helado estaba riquísimo. Y le dio las gracias al vendedor del carrito ambulante ¡Gracias! Gritó colocando las manos a ambos lados de la boca, después de desplomarse sobre el suelo. Pero nadie contestó excepto el eco, seco y corto, que desapareció para dejar paso a otro sonido que se acerca: el ruido de unos neumáticos, el peso muerto de un cuerpo arrastrado, la puerta trasera de un coche que se cierra, unos pasos.
El Cartel se había encargado de mantenerla el tiempo suficiente alejada. El motivo era tan simple como que era considerada un objeto utilitario, una pieza más del engranaje que consolida día a día, el sistema de jerarquías de los grupos de narcotráfico. Estaba recuperando la lucidez y rápidamente entendió el alcance de su situación: probablemente se encontraba en algún lugar perdido de Sonora. Se secó el sudor de la frente con las manos y se tapó la boca ella misma, para no gritar.
TODO EL MUNDO QUIERE IR A JAPÓN
- ¿Cuántas monedas necesito?
- Sólo cuatro.
- ¿No serán pocas?
- Serán suficientes.
Sobre los largos salientes del tejado, la lluvia se acumulaba formando grandes charcos que se dejaban caer luego hasta el suelo en exquisitas cascadas. El paisaje exterior, velado por los antiguos flecos de la ancestral cortina de agua, era incesante objeto de estudio que Akari observaba, detenida en el banco de madera. El viejo cráter del volcán se erguía majestuoso tras la neblina de la mañana como un gigante impávido se crece ante los azotes de los últimos vientos fríos de Marzo.
Minutos después, la joven Akari se montaba en la embarcación que la llevaría hasta Oirase, donde cogería un tren hasta Aomori. Se despedía del anciano Kyosuke con un cortés gesto de cabeza que él le había enseñado, a la vez que juntaba las palmas de ambas manos.
En el camino, dejándose llevar por el constante chapoteo de los remos sobre el curso del río, pensaba en los cerezos de Tokio, que muy pronto florecerían, y en la llegada de los excursionistas hasta la parte Norte de la región, donde nadarían entre las fauces del famoso Lago Towada.
Dejó amarrada la embarcación en la orilla, desprendiéndose de ella en un rito que simbolizaba una separación mayor, la de Akari con el río. Durante meses se había sentado allí, junto a él, y le había ido contando, junto al rítmico discurrir de sus aguas, todas las penas que su corazón albergaba. Le explicó con todo tipo de detalle, lo que un inesperado golpe puede suponer en una vida temprana y cómo, desde que había sucedido aquello, parecían contener sus pulmones un pesado saco de cemento que no dejaba entrar ni salir el aire fresco.
Los días transcurrían y al igual que los hindúes se sentían purificados después de haberse bañado en el sagrado Ganges, Akari sentía que Amaterasu ("deidad que ilumina el cielo"), que nació de las manchas que Inazagi lavó en el río, se llevaba sus palabras heridas hacia el mar, donde ya no serían nada más que eso, palabras rotas que se pierden en su lamento para desaparecer después.
Dos días antes de sus partida, creyó entender que la "diosa ilustre" la bendecía. El río le devolvió su sonrisa; estaba hecha con los miles de reflejos de sus escamas de plata, bailando al son de un caudal que crecía y crecía y que hacía penetrar la luz del sol desde lo alto del cielo en la cara lavada de su nuevo rostro. Decidió que había llegado el momento de irse. Y así se lo comunicó a su benefactor.
De pronto, escuchó el llanto de un niño que provenía del mismo margen del río en el que ella estaba, y al desviar la cabeza hacía el sonido, descubrió un establecimiento al aire libre. Oirase: Por fin había arribado. El bebé que lloraba estaba a escasos metros suyos, sentado sobre las rodillas de su madre, reclamaba el yakionigir (bolitas de arroz tostado) que ella se llevaba a la boca con fruición. Ummm... El olor de la comida hizo que caminara unos pasos hacia el restaurante, alejándose, ya casi sin darse cuenta, de la naturaleza silenciosa de la que venía.
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Los campos estaban preparados para el cultivo. Hacía más de dos décadas, desde que los agricultores de Inakadate habían convertido la siembra de arroz en un arte paisajístico. Año tras año, al terminar las lluvias y comenzar la primavera, los campesinos elegían con precisión, la disposición en la que plantarían las distintas variedades de semillas para crear unos dibujos de extensiones considerables, magníficas.
Una de las hijas Tanaka, llamada Haru, había informado a Akari de que este año no volverían a recrear el monte Iwaki y de que a ellas dos les había tocado plantar el arroz Kodamai. Haru parecía entusiasmada con la idea de plantar "el arroz morado y amarillo, y no el verde, típico de la región". Es el más bonito, ya verás. Había concluido.
Para poder ver el resultado de todo aquello, tendrían que pasar cuatro meses más. Akari lo sabía e intentaba no impacientarse por el futuro. Las cuatro monedas que Kyosuke le había dado, fueron suficientes. Apenas gastó una de ellas en los billetes de tren y el señor Tanaka aceptó de buen agrado las tres restantes.
Al amanecer, todos se pusieron las botas de goma y salieron al campo. Las parcelas inundadas les esperaban fuera y, a simple vista, no parecía que el nivel del agua alcanzara medio metro. Aún así, Akari se sintió mayor al recordar que ese año había crecido 20 cm. "El viejo Kyosuke", pues así era como le llamaba, había ido trazando todos los meses sus avances con una tiza, y en aquel mismo instante, evocó la imagen perfecta de la última marca blanca en la pared; de tal modo que le embriagó una extraña sensación de autosuficiencia, que unida a la añoranza que sentía por su amigo, se tornó rápidamente en melancolía. Mientras, a mano, asentaba en la tierra empapada, una a una las semillas.
El sol se empezaba a asomar tras la cumbre del castillo y todos los niños corrieron hacia el torreón concentrando cada vez más, la mirada en lo alto. Subieron las escaleras de tres en tres y al encontrarse con el cielo abierto, Akari cerró los ojos. Sin saber por qué, sus ojos se resistían tras la penumbra de sus párpados, como en el interior de una cueva oscura, sellada por una enorme piedra. Quizás todo el esfuerzo del trabajo hubiera sido en vano, pero Akari tenía que cerciorarse de que el terremoto había quedado atrás. Que el paisaje que encontraría al salir de su oscuridad, no sería la viva imagen de la desolación que rasgó en dos la tela invisible de la mañana que siguió al Tsunami.
- Este año hemos dibujado al guerrero Sengoku montado a caballo- le susurró Haru al oído.
- ¿Y ves aquel haz de luz que llega del horizonte? Continúo para animar a su amiga.
Entonces, una certeza invisible atravesó como un rayo el espejo de sus pupilas que se abrió. Comprobó que amanecía, y que Sengoku montaba su caballo justo después de ver danzar a Uzume como brisa que ondula los campos.
lunes, 5 de julio de 2010
ISMAEL Y AGAR
se descubra
bajo tus trazos inciertos
y la claridad continúe
difuminada la arena
en nuestro hogar.
Abramos las contraventanas azules
la niña espera
Sabina, desde su tumba
destapa el cálido monzón
la ondulación
dunas desérticas.
Hallamos el movimiento desconocido
de las alfombras voladoras.
Buscamos
un tesoro escondido
la llave
abre todas las puertas
descubre tu fragilidad
fiero rostro de barro seco.
La casa Roja del té
se parece demasiado a la Tierra Prometida,
Ismael.
viernes, 2 de julio de 2010
DEPARTURES 4: DESDE "EPPING FOREST"
Un día se me ocurrió un nuevo plan. Consistía en imaginar que nada de lo que existía a mi alrededor era real. Imaginaba así que todo estaba dotado por principio, de una dualidad que más allá de inquietarme, lograba calmarme. Desde entonces, siempre había pensado que, sobre todo, en una gran ciudad, este ejercicio era altamente recomendable. Sin embargo, ahora que me hallaba en una de las ciudades más cosmopolitas y extensas del continente, todas las circunvalaciones de la vida se descubrían ineludiblemente auténticas. La existencia se revelaba contra mi teoría con la contundencia de un bajo de jazz.
jueves, 1 de julio de 2010
DEPARTURES 3: PUNTO DE ENCUENTRO
"Reflejos 1: CD" (Mir, Rascafría Junio 2010)