martes, 4 de mayo de 2010

SALE EL SOL

"El gran drama moderno es que ya no podemos volver a casa", le dijo Nicholas Ray a Win Wenders. Y su sentencia cada día nos parece menos enigmática. El mundo se ha enrarecido tanto que ya nadie conoce el camino de vuelta a la vida.

Al revés (Enrique Vila-Matas, Babelia 17/04/10).



No es lo mismo estar solo que sentirse solo. Yo ya no me siento sola, y no es que antes lo estuviera "de verdad".

Pero ahora, cuando salgo a la calle y las ruedas de los coches vuelven a girar entre palabras amables de algún transeúnte, que se cruza casualmente en mi camino, vuelvo a sonreír.


Puedo hacerlo. Porque ya no duelen los gestos ni las miradas. Vuelvo a ser otra neurótica más en este mundo de neuróticos empecinados y empedernidos. Y lo que es más importante, por lo menos para mi: vuelvo a ser Yo.


Sonreír no duele. Ver, dejar que el mundo entre otra vez por la retina y el oído, no hace mal. Cualquier día, bajo a la calle y me encuentro con la gente, y los abrazos no son sólo una mirada, son sus voces. Charlamos.


Entonces, uno no puede dejar de pensar en esos otros amigos y amigas que no lo consiguieron. Uno se sabe al borde del abismo un día más, pero sabe que éste es otro abismo diferente y conocido, ese que nos giró un día sin quererlo y que terminó ante un abismo tan real como el de la propia muerte, la muerte de nuestra identidad. Es como perderlo todo, perderse a uno mismo.


Y un día despiertas de todo aquello y lo sabes. Eso te confunde, y vuelves a sentir miedo (porque el miedo, ese ambiguo enemigo, es libre). Ese miedo irracional que nos enfrenta y nos aleja temporalmente de lo temido. Y sabes que es verdad, porque ya ha pasado antes. Pero te extraña la certeza de la realidad, que se mezcla en oleadas de pesimismo con un pasado tan doloroso como el no vivir en uno mismo. Se parece demasiado, estar vivo se parece demasiado a la cara infructífera de su reverso.


Es difícil explicárselo a alguien que no lo ha vivido. Y sabemos que no es necesario que lo entiendan, ni pedir permiso. Pero uno se siente demasiado afortunado y agradecido con todos los que le ayudaron en ese camino, y se entristece a la vez, al saber de tantos otros que no lo han conseguido. Y cierta necesidad con nuestra propia historia, aflora. Para entender, para dejar atrás... Hace que te pongas a teclear las letras, también por avivar ese acercamiento indeciso.


Extraña no haberse dado cuenta antes de lo ajeno e incierto de nuestra existencia. Y suena un poco casi a moralina. Pero la imposibilidad que posibilita estar aquí, ahora, escribiendo esto, tiene algo de ajena y distante, bastante de hielo y frialdad.


Imposible culparse por estar vivo. Ya falta poco para que salga el sol que libere del yugo de la esclavitud a nuestra mente, pájaro-mente, imaginación que se agita en el interior dormido de un corazón.

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