jueves, 3 de diciembre de 2009

LA MUJER, EL HOMBRE Y EL PÁJARO

Hubo un tiempo (porque siempre hay un tiempo) en que el mundo de los cuentos andaba patas arriba. Sucedió entonces que todos los colores del espectro lumínico que habían ido acumulándose en cada centímetro de tierra sobre la que habían posado los pasos todos esos personajes de ficción magníficos, como una mariposa blanca que se multiplica en cada agitar de sus alas, se reflejaron con el mismo fulgor con el que habían vivido todas esas breves e intensas vidas de niño-recién-nacido en cada palabra que extiende sus brazos hacia la siguiente coma, hacia el siguiente punto y seguido, en toda exclamación.
 
El cielo se tiñó con el azul marino, el amarillo del membrillo, la blancura nevada de las cumbres heladas por el frío. Y todos los colores fueron Uno. Dicen que Uno no es solo Uno, que si no coges la manzana que madura con el sol del verano solo ves al tigre y al cocodrilo debajo. 

En ese cuento hay un niño, que era un niño-pájaro, y habían un hombre que recordaba las hojitas de abedul y una mujer cascada que era de algodón mullido como un fruto carnoso que se quiere morder impaciente mientras el hombre-árbol piensa en otra cosa que es extender de ramas hacia lugares más altos como el cielo azul.

Parece una bella historia, y lo es. El niño pájaro quería echar raíces como su papá el abedul-hombre-abedul en un prado lejano de colinas ondulas que le recordaban la calidez mullida de su madre-fruto-algodón. Sobre sus cabezas, los colores celestiales se juntaban tanto que terminaron delimitándose entre formas geométricas que formaban un puzzle de dimensiones tan extensas como inescrutables hasta terminar solapadas en asterisco lejos de la amabilidad de un contorno de nubes redondeadas.

Duras heladas hechas de grueso granizo cayeron sobre las copas robustas de sus troncos menos el suyo, fino tronco de hilo-pestaña. Lejos de Niño-Pájaro estaba todavía el suelo surcado de pasos de colores fugitivos escapados de las chispas  que en la fragua forjó el herrero curtido. ¿Por qué un niño-pájaro mira hacia el cielo? ¿Por qué sólo el tonto mira el dedo que señala? Joven pájaro-niño quiere volar y cielo no devuelve los colores del cielo. ¿Por qué será que el cielo del niño-pájaro refleja los colores de la tierra en la que creció? El cielo solo debería ser cielo para volar-, pensaba él.

Niño-Pájaro creció y conoció a un artista al que llamaban Kandisky y le mostró una pintura que rozaba apenas un dolor. En él, las montañas eran cielo y cielo era poco lo demás.
 
- Puede que el espacio vacío nos indique su posición- le dijo un día. 

El niño no acertaba a entender cómo si todo en medio estaba vacío, lo de alrededor podía ser. 

- Puede -dijo él, que los pájaros no aprendan a volar entre un surco vacío. Arriba y abajo está todo lleno, fíjate -continuó. Es del todo poco probable que el cielo pueda reflejar nada, el sol ilumina en lo alto sobre etéreas nubes transparentes de algodón. A través de ellas se filtra su calor que inmoviliza los árboles de la llanura, los colores del espectro se fraccionan en dulces rayos multicolores cuando chocan contra aquellos para volver. Pero el cielo continúa despejado, así es su figura ... Un niño-pájaro puede volar sobre aquella, si no vuelve la mirada sobre él.

Y esto fue lo que pájaro-niño-pájaro le contestó a Kandinsky el pintor abstracto.


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