Muchas veces ni siquiera me daba cuenta de que te habías ido hasta que por fin me despertaba y veía que tu cama estaba vacía. Puede parecer poco conocer a una o dos personas cuando viajas pero a veces es más que suficiente, o así debería de ser. Quizás el motivo de tu partida había sido muy triste, pero no huías, eso me gustaba de ti. Caminábamos juntas hasta el museo o hasta el cine y siempre lo pasamos bien llevando esa vida tranquila.
Pronto, demasiado pronto, empecé a sentir la falta de sentido en todo lo que me rodeaba y sobre todo, dentro de mi. Sabía que estaba huyendo y que de esa forma no podía terminar bien. El dolor que me producía vivir en mi ciudad me había empujado a marcharme también, porque allí no encontraba la salida. A veces, los cambios son tan necesarios como difíciles de entender.
Hasta ahora, todo en aquella otra ciudad a la que había llegado, simplemente podía seguir sucediendo hasta el infinito dejando pasar el tiempo, pero volvía a no saber porqué había venido. Un error, un retraso en el pago, precipitó las cosas y tuve que dejar la Casa de las Chimeneas Rojas y trasladarme. No se porqué también dejé el trabajo. Creo que no me sentía del todo mal con aquello, pero no supe conservar lo que le podía haber dado el pequeño pero justo aliento.
Así fue como me fui. Seguí haciéndote visitas de vez en cuando y ahora compartías piso con una chica rusa que, a parte de ser rusa, te caía bastante mal. Estoy segura de que seguías sin hacer ruido al despertarte. Ella, sin embargo, cerraba los cajones con toda su fuerza que debía de ser la suficiente para despertarte y ponerte de mal humor ... Así que terminaste viendo en aquella chica la actitud irrespetuosa de unos invasores bárbaros, tú también eras un poco complicada, me parece, y eras todo lo amable que podías ser con ella, es decir, nada. Ahora no lo veo mal del todo, hacías bien, te caía mal y no perdías el tiempo en disimularlo, tú lo hacías bien.
Llegaron las navidades y con ellas la Noche Vieja. Tuve que ir a buscarte porque pensabas quedarte en casa y cenar a solas. Cogí la bicicleta que me había regalado el anterior compañero de la casa en la que ahora vivía y te fui a buscar. No querías venir sola y yo quería pasar contigo la noche vieja. Esperé a que te prepararas y ya allí, en mi nueva casa, nos juntamos un montón de gente, pero yo me sentía incomprendida entre tanto barullo. Algunas de aquellas personas eran intrusivas y condescendientes al mismo tiempo y eso nunca lo he soportado. Pensaba: al final una gilipollez lo va a terminar estropeando todo. Allí estuvimos, también con Leo. No se si te acordarás, pero a mi también me caía muy bien ¿Por qué me caerían mal todos los demás? Tampoco es muy normal.
Había una chica, que como yo, había llegado más tarde al piso en el que todos los demás eran del mismo país natal. Hizo verdaderos esfuerzos por conocerme, pero cuanto más esfuerzo hacía, más me costaba a mi que nos lleváramos bien (aunque un poco sí lo hacíamos) y me preguntaba: ¿por qué forzaremos a veces tanto la situación? Así de amargada estaba ...
En esa casa convivíamos ocho personas (y no me olvido de ninguno de nosotros) que estaban lejos de sus respectivas casas y era bastante complicado. El primer día que me instalé allí y les fui conociendo, algunos me contaron que tenían problemas con la mantequilla, con el frigorífico ... Bufff, mal principio para mi que sólo quería que me dejaran en paz.
En esa época conociste a un chico que te gustaba mucho y empezamos a distanciarnos, aunque yo no sabía que estabas con él. Os vi un día por casualidad y reaccionaste de una forma que a mi me pareció un poco extraña, a penas me lo presentaste. Después, justo el día antes de irte me contaste algunas cosas que lo pudieron explicar. Lo sentí por vosotros, pero así eran las cosas, me explicaste, te daba rabia pero lo comprendías, no podías cambiar esa realidad.
Ahora llega la peor parte, el principio de un final y el comienzo de mi verdadero odio hacia mi misma y el resto de la "humanidad". Un día, volvía a nuestra casa, te ibas, no tenías más remedio, tu visado se extinguía (maldito visado). Me llamaste unas cuantas veces pero yo estaba tan triste que a penas tenía ganas de quedar ya.
Quedamos en el cine de antaño, al que a las dos nos encantaba ir. Vimos una película muy triste sobre Sylvia Plat y su vida; cuando salimos te conté lo que me estaba pasando, me miraste asustada, dijiste: ¿qué te están haciendo en esa casa, Tereshkova? De vuelta, te conté que me había cogido un libro de Ivan Klimma, uno de tus escritores preferidos junto a Kundera, que también era el mío. Decidí que me iría de esa casa en la que ahora intentaba sobrevivir. Había dejado de fumar hachís.
Estando en nuestra habitación-salón-comedor, llamaron al telefonillo -es sorprendente la capacidad tan inoportuna con la que pueden, a veces, llegar a sucederse los acontecimientos cotidianos-. Era la "dueña" del piso, me dio un vuelco el corazón: la misma que me había echado de allí meses antes. No estaba capacitada para soportar tantos reveses -qué la den, realmente era bastante despiadada, el piso ni siquiera era suyo, se lo cedía el gobierno ... GRrug-. Esa horrible chica-cruel se sentó a nuestro lado y estuvo hablando un buen rato contigo, todo el que quiso y un poquito más; claro, es que dejabas el piso y ella era cordial. Dijiste que no me pusiera así, que Ling no era tan mala, que ni mucho menos lo hacía intencionadamente. Puse cara de cordero degollado -que desaparezca de aquí, por favor, de la casa que nos alquiló y de la que me echó y en la que ahora se sienta como si nada-. Sí, finalmente se fue, pero tuvimos que hacernos una foto con ella en la entrada, eso sí que no se lo perdono.
Me diste un regalo de despedida. Me encantó, tenías esos detalles. Decidimos que dejaríamos allí colgados los dibujos que yo había hecho, en las mismas paredes que habían cobijado a otras personas y que lo seguirían haciendo de ahora en adelante. Insistí en que te llevaras uno por lo menos, el de esa viejecita que decías que te gustaba tanto y que había pintado con colores pastel.
A la mañana siguiente te acompañé a la parada de autobuses, te ayudé a llevar todas tus cosas. El autobús no tardó mucho en llegar. Cuando estuviste ya sentada dentro, dibujaste con el índice una lágrima imaginaria que bajaba por tu mejilla, yo también lloro- querías decir. Sabía que a partir de ese momento estaba completamente sola en aquella ciudad de un país lejano que me parecía de enormes dimensiones para mi, todo él rodeado por frías agua submarinas.
Cumplí mi triste promesa, me trasladé a una habitación en las afueras. Mis compañeros de piso no entendieron porqué me iba de ese modo, dos de las chicas con las que había vivido se quedaron preocupadas. Ahora me arrepiento de haberme ido de allí así, pero en aquel momento, no vi otra salida, de nuevo. Huir.
Nunca me gustaron las despedidas, ahora me doy cuenta. Hasta ese momento, poco antes, cuando me despedí de mi amiga, había estado intentando a toda costa evitar todo tipo de despedidas, qué malo eso de evitar lo inevitable ...
Tampoco me despedí de los demás compañeros de piso. Y allí, en una habitación alquilada en el culo del mundo y de la ciudad, busqué un trabajo otra vez; trabajo que dejé poco antes de descender del todo hasta el penúltimo (peor que último) infierno: una playa en la que jamás había estado antes y que estaba a dos pasos de mi actual casa. Me recogió un coche de policía que me llevó a comisaría, detenida. Pronto me vino a buscar la compañera de piso que tanto se había esforzado en que nos lleváramos bien, prácticamente no recuerdo cómo volví a aquella casa en la que había empezado todo aquello.
A la mañana siguiente, me acompañaron a un hospital que no había visto en toda mi vida y del que me trasladaron (en ambulancia) a otro más adecuado hasta que me vinieron a recoger. Ya de regreso, pasé casi un mes en una clínica, y desperté allí mismo en un infierno diferente, más vacío si cabe, un poco menos duro quizás, completamente desahuciada del mundo que había conocido tiempo atrás aunque estuviera en el mismo sitio.
Pienso, al terminar este relato, en vosotros, lectores, pero también en mi. Desde luego, no puedo decir que historia alguna merezca tal final, solo puedo añadir que tengo la frágil esperanza de que todo aquel daño no era mío, que no lo supe ver y por eso caí en ese abismo. Hoy, al escribirlo, he vuelto a maldecir tan triste final pero lo he dejado atrás, justo a un lado, más allá de la línea en la que el cielo se junta con el suelo, que rima, donde siempre, de ahora en adelante, me pueda volver a encontrar.
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