martes, 22 de junio de 2010

DEPARTURES 1


"A1: Tendido eléctrico" (Mir, Junio 2010)

El avión despegó en el mismo instante en que mi vecino de asiento se abrochaba el cinturón de seguridad. Llegó tarde, fue el último pasajero en embarcar. Tenía los ojos claros como el agua marina en un día de tormenta y la piel morena, curtida por un sol vehemente. Después, miró por la ventanilla. Los campos parecían florecer en una expresión monótona y aburrida de sembrados raquíticos, un paisaje demasiado pobre para una despedida.

Yo sólo pensaba en la llegada, en el momento en el que, habiendo recogido ya la maleta, la subiría al carrito y buscaría la parada de autobús que me reuniría con mi prima, que había llegado a Londres dos días antes. Parecía que ese momento nunca llegaría, como la despedida que debía preceder a la partida mientras estaba en tierra firme. Sin embargo y finalmente, no se había hecho esperar tanto: una nota de despedida y un "disfruta de tu viaje, y no olvides que tarde o temprano todo llega. No le des vueltas a lo que dejas atrás, porque aunque tengas que volver más pronto de lo que esperas, en cualquier caso, llegarás. Eso sucederá y debes de estar preparada, tenlo claro."

Claro, eso era lo que yo quería, la certeza de que no iba a pensar en mi regreso durante una larga estancia. Lo suficiente para aclarar mis ideas.

Como una Reina de las Nieves, la bóveda celeste se teñía de un blanco semejante al de un folio vacío y por un instante, sentí el vértigo crecer en mis tripas. Lloré amargamente, como quien no sabe por qué ha de suceder así, incluso cuando ha sido él mismo quien ha tomado la decisión. Como si dando la espalda al azar, a la vez supiera, que enterrándolo en en el fondo del armario, no se iría a ninguna otra parte, como quien renuncia a creer en Dios después de un duro golpe, habiendo sido siempre un creyente fervoroso; en el fondo, yo lo sabía, cierto día volvería a creer en la creación. Pero por el momento, un descuido, un pequeño desliz, y todo se desmoronaría cual rocas desprendidas caen por el acantilado con un soplo de viento feroz.

Había entrelazado los dedos de las manos que ahora formaban un todo compacto, como un puzzle, y en ese momento me parecía una expresión falsa que sólo ocultaba melancolía. Quizás era normal, después de todo, el sentimiento de culpabilidad que me acompañaba. Sabía que estaba huyendo y que quien huye, puede resultar malherido. Pero sobre todo, me sentía aturdida por la inseguridad de la decisión, precipitada y huidiza. También era cierto que durante meses de estancia, no había encontrado ninguna otra alternativa mejor. Por eso volaba.

La música también nos aleja, es un medio de transporte mágico, en lo que se tarda en encender el equipo, ya has viajado a un lugar lejano, impropio, curtido por los sentimientos y las emociones de las personas que han creado una canción. Mi compañero de asiento escuchaba David Byrne. Era fácil de adivinar, pues cuando se quitara los auriculares, todos los sonidos propios del avión enmudecerían, como cuando se sale de la discoteca y se tiene la sensación de ser un pez en la pecera. Acuático, fluvial mientras tanto, discurría el transcurso del viaje.

Volábamos sobre el Cantábrico y decíamos adiós en silencio a las costas de la península. Caí en la cuenta de que sin querer, había incluido fácilmente a todos los pasajeros en mi monólogo interior. Me pregunté por qué sería y llegué a la conclusión de que durante algún tiempo, todo de lo que me había despedido con anterioridad, fácilmente me acompañaría. Pensé que no debía renunciar a esto, que sería mejor aceptarlo con naturalidad. Pero mi cuerpo entero se resistía con la furia contenida de un volcán.

Fue un vuelo corto. Al llegar, telefoneé a Bea. Se la escuchaba contenta, revitalizada, con fuerza suficiente para afrontar todo lo que había ido a hacer allí (aquí): ya estaba en Londres ¿Y ahora qué? Me subí al autobús dirección Picadilly Circus. Bea se alojaba en el extra radio, pero yo había preferido reservar cama en una pensión céntrica los primero días, para poder visitarlo todo con mayor facilidad. Posiblemente, después, me iría a vivir con ella. Por lo menos, eso era lo que habíamos hablado en los preparativos. Sin embargo, tenía que reconocer, aunque por el momento sólo fuera a mí misma, que ya no estaba segura de seguir queriendo eso, unas simples vacaciones de inglés. Para ser del todo sincera, en aquel momento, ni si quiera estaba segura de querer quedarme en Londres.

Las nubes grises presagiaban una bienvenida very british, pasada por agua, y yo empezaba a añorar el calor veraniego y el gentío despreocupado de Granada. Si me paraba a pensarlo un poco, no sabía a qué iba a dedicar mi tiempo los próximos meses además de a mejorar mi inglés. Me resistía a creer que eso era todo, tan simple y llano como un curso intensivo de inglés en la capital británica. Necesitaba algo más, algo que consiguiera remover las baldosas y el cemento, un poco de aire fresco. Me di cuenta de que lo que me estaba explicando a mi misma, se podía resumir muy bien en una sola palabra: reto. Cualquier reto, precisamente, era lo que había estado intentado evitar toda mi vida y ahora, tenía uno delante de mis ojos. Aquella ciudad, sus edificios desconocidos, sus parques, sus avenidas, toda su historia y sus museos, lo estaban ofreciendo. No podía, ni debía renunciar también esta vez, o pronto me arrepentiría. Por fin estaba preparada para correr riesgos.

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