"Texturas 1: Parasol" (Mir, Rascafría Junio 2010)
Eché un vistazo al correo y no tenía noticias de nadie todavía. Husmeé algunas páginas de alojamiento en pisos compartidos. Cerré internet y salí de la pensión.
El tiempo había mejorado notablemente y decidí ir dando un paseo hasta el New Globe Theatre. Con la excusa de ver la recomposición del escenario isabelino, caminé sorteando las imágenes de aristócratas, ladronzuelos y soldados, estudiantes universitarios, marineros... que se mezclaban entre el gentío de la ciudad. Levanté la mirada hacia el sol radiante que robaba un pedazo de azul al cielo, y me despisté callejeando por los alrededores de Oxford Street. Estaba mirando el escaparate de una de las tiendas de ropa, cuando me sorprendió, reflejada junto a mi, la imagen de un vagabundo. Me giré hacia él, que me pidió un cigarro en un inglés correctísimo. Era la primera persona, después de la recepcionista de la pensión, con la que hablaba en inglés.
Le expliqué como pude que había dejado de fumar meses atrás, contestándome entre barbas sin afeitar y dientes sucios, que él, por el contrario, había empezado a fumar "since I am a tramp. Two months ago". Su respuesta me dejó confundida: se dirigía a mi con una familiaridad asombrosa, como si me conociera de toda la vida.
Quizás por eso me aventuré a preguntarle por los motivos. Se pasó la mano por encima de la barba dudando si responder a mi pregunta, pero cuando se alejó de su rostro el gesto meditabundo, supe que iba a contármelo. Earl, pues así se llamaba el vagabundo, había sido un hombre casado. Su mujer, Irene (de quien no quiso darme más detalles), le había dejado por un "colleague" llamado Antoine, después de denunciarle por malos tratos. Earl no pudo hacer nada para demostrar la falsedad de tal acusación, y el juez le declaró culpable. Con esta estratagema, Irene se quedó con la casa y se vio avocado a la mendicidad. Desde entonces, había buscado refugio en los bancos de Victoria Embankment, donde dormía, y de vez en cuando paseaba las calles centrales pidiendo limosna.
Una historia increible. En un primer momento, dudé de su veracidad por el carácter retorcido y triangular del relato, pero la sinceridad de su mirada y la cercanía de sus palabras, hicieron que finalmente, confiara en él. Además, por algún motivo que desconocía hasta entonces, me sentía identificada con el abandono que dejaban traslucir su pelo grasiento y sus ropas deshilachadas. Quizás por eso, le expliqué que últimamente yo también andaba un poco desorientada. Mi primera experiencia laboral había resultado un completo desastre. Había administrado un medicamento contraindicado a uno de mis pacientes y el director del hospital se había visto obligado a despedirme. Aunque el paciente se había recuperado enseguida, desde entonces me sentía "como una brizna de paja seca que arrastra el río cuesta abajo, en dirección al mar."
No dejé que Earl entendiera esto último, pero había escuchado lo suficiente como para saber que me sentía demasiado culpable. Fue un accidente -me contestó. No deberías pensar que tu vida se ha ido al traste por algo así, son cosas que pasan. Además, no debió de ser un error tan grave si se solucionó tan rápido. Podría haber sido mucho peor para el enfermo. Al fin y al cabo, no le pasó nada.
Desde luego, podía haber sido mucho peor. Eso me lo dije a mi misma, tantas veces como pude, los días posteriores a la expulsión. Pero sería muy difícil que me volvieran a admitir en cualquier otro hospital, mi carrera había fracasado casi antes de empezar. Si bien mi error no había tenido graves consecuencias para el paciente, pues el problema se había resuelto con rapidez, como había dicho Earl, me había costado un expediente.
Eché un vistazo alrededor con cierta aprensión y me tranquilicé al comprobar que la gente proseguía su paso sin percatarse de nuestra conversación. Reparé también en todas esas pequeñas tiendas de discos de segunda mano que había olvidado y que seguían en Berwick Street. Recordé, como al entrar en ellas uno pierde la noción del tiempo, buceando durante horas entre viejos vinilos desordenados, hasta que sucede la maravilla y encuentras un single inédito de David Bowie o un original intacto de los Smiths. Earl se había alejado de mi unos pasos y encendía un cigarrillo. Pensé que debía de ser duro volver a ser fumador cuando no se tiene "ni pá tabaco".
Fue entonces cuando me invadió una sensación de soledad extrema e injustificada. Comparada con Earl, yo era una afortunada. Mi mala suerte se volvía insignificante y más pegajosa que su andrajoso aspecto. Estúpida... Me sentí estúpida por haber puesto mi despido al mismo nivel que su verdadero desamparo, y arranqué un trozo de papel de mi libreta. Apunté mi nombre y número de teléfono y la dirección de la pensión en la que me hospedaba, allí podríamos seguir hablando más tranquilos, quería conocer todos los detalles de su historia. Quería conocer a Earl, en quien la aparente decadencia dejaba al trasluz, la cara de un hombre afable.
La corriente sanguínea de la ciudad, todo un entramado de circulación de vidas y arterias de metal, nos había puesto en su lugar. No sabía si podría ayudar a Earl, no sabía si podría ayudarme a mi misma, pero fue Crátilo y no Heráclito, quien enmudeció finalmente. Desde que mi padre había muerto, hacía ya once meses, me había estado dejando llevar por un conocido cotidiano que se representaba así mismo caduco. Por otro lado, admiraba la entereza con la que Earl, que lo había perdido todo, se había acercado hasta mi, hacia el otro. De pronto, sin previo aviso, un escalofrío punzante recorrió todo mi cuerpo. Si lo piensas -recapacité, once meses es muy poco tiempo en toda una vida. Y sin mediar palabra, me despedí de Earl con un movimiento de manos.
Confiaba en que se daría una vuelta por la pensión. Mientras me alejaba, volví la vista atrás, y Earl no tenía nada más que perder, pero ya no estaba. Y yo, tengo menos que perder de lo que tuve ayer -pensé. Proseguí mi camino hacia el New Globe.