Unos pasos se acercaron hasta el asiento contiguo al tiempo que un abanico salía de un bolso negro. Joder... qué calor hace aquí, dijo de repente el abanico sin dejar de parpadear. Llevo un día de perros, uy... Pero mira que pelos lleva esa. ¿¿¿Cómo??? Alcancé a replicar. Siguió otras cinco paradas más con la misma cantinela hasta que a la sexta me alejé todo lo que pude del vendaval y
ya sentada a salvo, lejos de su influencia maligna, pude distinguir que llevaba puesto una señora que a su vez llevaba puesto un traje beige que combinaba muy bien con unos zapatos también de color beige hechos de esparto y de tela. Me dio pena el señor que en ese momento se sentaba a su lado, pues pensé que se le quedaría el brazo helado como le había ocurrido al mío cinco minutos antes. Pero el abanico se resistía a apaciguar su furia, se agitaba con la fuerza de un volcán, y a la vez que parecía ser guiado por la estudiada destreza de un espadachín, describía la trayectoria semicircular de un péndulo. Parece un
pirulí que te vi, determinó una gorra verde que iba subida en la cabeza de un niño.
Poco a poco los pies de la señora empezaron a elevarse del suelo. Al principio, la distancia era casi imperceptible, primero fueron las piernas después la cintura y finalmente el resto del cuerpo era arrastrado por Shakude, pues así se llamaba el dichoso abanico que sacó a la mujer por la ventana del vagón para llevársela con él a lo alto del cielo. Desde allí, colgada del azul celeste como un globo a la inversa, nos dijo adiós con una mano mientras seguía alejándose con la otra a golpe de abanico.
Las puertas del metro se abrieron en Plaza Castilla y mis sandalias salieron de allí como la mascletá. Yo detrás.
1 comentario:
¡¡¡Genial!!!, me encanta como está escrito y la idea me ha parecido muy original, abrazos
Publicar un comentario